Te voy a contar una cosa: a veces no tuve
madre sino una señora que me había dado a luz. Mi padre era ferroviario
de nacimiento: cuando estaba en casa se acostaba temprano y leía, todas
las noches que duró su cautiverio, tarifas de pasajes, fletes de carga,
distancias de ida y vuelta de Huigra a Naranjito, de Bucay a Columbe,
de Alausí a Durán. La señora, al filo de la cama de su desencuentro, se
empeñaba en no dejar morir nuestras camisas. No hablaban sino de números
a gritos. Nos gritaban para hacernos crecer. Porque había hijos,
multiplicación por cinco del rencor y del ayuno. Las hermanas se ponían
un duelo oportuno por la defunción sucesiva de sus vestidos y los
varones faltábamos a la escuela para comer. Recuerdo que él estaba
siempre yéndose explorador o fugitivo, y no se iba, a otro país a buscar
la supervivencia de su tribu. Ella se abrazaba a sus piernas memorables
para que no la dejara mitad sola. Y viéndonos ahí, culpa presente, los
cinco repetíamos: “Perdón papá, perdón”. Después crecí y comprendí que
eso era la pobreza.
Por la noche, a veces, antes de cerrar su puerta ella llevaba sin
sigilo un jarro de agua y una toalla. Después crecí y supe que eso era
amarse. Nosotros no seremos así porque no hablaban y hacían el amor y,
como ya dije y ya se sabe, no por eso quedaba hecho y los hijos veíamos
los accesorios de lo que debió haber sido injustamente triste
acoplamiento. Nosotros no hemos de ser pobres.
Él era solitario. Cuando oía la
llamada del tren, su único adulterio, nos odiaba y se golpeaba contra la
celda en cuyos muros marcaba el número de días que las bocas pedigueñas
y amas le robaban su paisaje. Por eso, después de siglos de silencio,
se le caían de la boca nombres de estaciones, de barcos, de ciudades.
Digo yo, porque daban vértigo y no eran de mujer.
Ella era sedentaria obligada. ¿Cómo
es irse? Le preguntó una vez que hablaron. Queda lejos dijo él. Y no le
contó nada del páramo, Dios mío, nada de su aire mordido entre pajonal y
lluvia, no le habló del bajío ni de su blusa abotonada de luciérnagas.
Yo le tengo ternura: la pobre nunca supo que hay arenales más allá del
río, jamás nada del mar, huérfana suya.
Así la una soledad dormía junto a la otra desesperanza y cada una se quedó sin compañía.
Él madrugaba a su horario, estaba el
alba en el miedo a los descuentos, no en el cielo. Yo iba temblando a
la puerta celestial de la panadería e imaginaba cómo se odiarían a esa
hora mirándose los silencios y los cuerpos por haberse tocado la víspera
en la oscuridad, como con miedo. Nosotros no seremos así.
Mira, mejor no seamos nada. Porque
hubo una fotografía: una mujer y un hombre, amándose para siempre como
suele suceder en los retratos. Y habían sido ellos amor, eran sus
cadáveres.
Jorge Enrique Adoum
Que linda historia. Se que esperabas que la entiendan sólo los que merecían entenderla. Todos tuvimos alguna vez, algo que queremos y no queremos recordar
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