Hace quince años, este grito era común
en una casa que se encuentra ubicada a pocos pasos del parque central de la
parroquia La Esperanza ubicada en el cantón Pedro Moncayo de la provincia de
Pichincha.
Años después visite esa misma
casa, después de que la muerte haya ido dejando su rastro doloroso y cuando el
tiempo se encargó de reconfortar ese dolor, cuando el tiempo se encargó de que
olvidaramos a personajes que ahora solo están en nuestra memoria como imágenes de
lo que pudo ser o no.
La casa está destruida,
completamente destruida. Ahora solo quedan las historias de travesuras de
infancia que mi madre nos contaba. Queda la historia del duende que salía
de un armario todas las noches, eso según un tío en segundo grado que dormía ahí
y que llegado a este punto y en esta edad debo pensar que capaz si veía al
duende, después de fumar un cigarrillo ilegal o comerse un hongo de la zona.
El recuerdo de esa casa es la
cama general que se hacía cuando se llenaba de familiares, la bisabuela sentada
en una grada de la cocina medio ciega, media sorda; pero igual de cariñosa con
todos, así no los reconozca.
Queda aquel recuerdo recurrente y
constante del horno de leña donde se hacia el más espectacular y mejor pan de maíz
de todo el mundo. Bueno quizá exagero. Queda el recuerdo de las veces que mis tías
abuelas nos dejaban hacer caballitos con la masa del pan y de ojito les ponían una
bolita de ceniza que sacaban de la pared del horno. El agua de cedron con
machica. La cantina de mi tía abuela donde nos “regalaba” las colas, años después
me entere que la cuenta se la pasaba a mis padres.
Que solos se quedan los muertos
dicen. JAAAA. Que solos nos quedamos nosotros sin ellos, esa es la verdad…